lunes, 27 de abril de 2009

Obra final

“My soul is painted like the wings of butterflies.
Fairytales of yesterday will grow but never die”
Farrokh Bulsara.


Tan desesperada llegó Julia a casa que no pudo ni abrir la puerta. Tocó timbre, se me abalanzó, lloró. Nos quedamos inmóviles en el umbral. Fría, petrificada, la llevé a la cocina, la ayudé a sentarse.
—Estuve en lo de Fabio —me dijo secándose las lágrimas—. Está loco.
—¿Cuándo fue cuerdo?
—Está loco y delirante, Ciro.
—¿Cuándo fue cuerdo? —insistí.
—No sé qué carajo me dijo de volar. Que sabe cómo hacer para volar o una cosa así. Tengo miedo de que se mate.
¿Suicida? ¿Fabio suicida? Yo lo conocía en todas sus facetas, pero como suicida no. Encima el asunto nos agarraba a Julia y a mí en medio de la preparación de una muestra.
—¿Por qué decís? —dije.
—No sé. Me habló del alma, del espíritu, de metafísica, de trascender. Que cuando aprendiera, los primeros en verlo íbamos a ser nosotros… Vos y yo. ¡Deliraba! —Julia movía las manos con fuerza, como queriéndose librar del peso.
—Mañana voy a verlo, Julia.
Al rato, más tranquila, se metió en la cama conmigo.

Al día siguiente me levanté temprano, preocupado. No sabía si por Julia, por Fabio o por mí.
Decidí ir a verlo antes de que intentara alguna locura. A pesar de no visitarlo muy seguido, las pocas veces que lo hacía me cambiaba el humor. Pero siempre me faltaban ganas.
Cuando llegué al departamento toqué el timbre dos veces, como siempre. No atendió, como nunca. Dos, tres timbrazos.
—¿Quién es?
—¿Tenés muchos amigos que te toquen dos veces?
Arrastró cada letra de un “Ahí bajo” a la peor manera de un zombi, como si mi presencia fuera un suplicio.
Abrir la puerta, zamarrearme, apurarme para que subiéramos rápido… Todo eso debería haber hecho. Pero no, me hizo esperar como quince minutos: cuando volví a tocarle timbre, casi en simultáneo abrió. Abrió con odio.
Me quedé un momento mirándolo.
En cuanto a él, me examinaba como a un extraño animal. La subida hasta el departamento fue muda, ni una sola palabra.
Me acomodé en un sillón mientras él viraba por la casa.
—¿En qué andás, Fabio? ¿Algo grande, loquito?
Me miró y lanzó una mueca de indiferencia alzándose de hombros.
Su actitud empezaba a impacientarme.
Dio vueltas hasta que se sentó en un banquito frente a mí. Parecía perdido, me ignoraba. Movía la cabeza para todos lados, como evitando oír algo que lo molestase. Entonces estalló en gritos y se arrodilló y alzó las manos al cielo, reclamando algo.
Lo único que me salió fue quedarme inmóvil. Él, con un Tramontina oxidado que sacó del bolsillo, se dio a destrozar en mil pedazos un óleo aún fresco, el filo serrado mordía los colgantes restos de tela. Después se sentó, de inmediato se levantó, se sacudió el pantalón, volvió a sentarse como si no hubiera pasado nada.
Lo había visto cientos de veces arrastrarse por el piso y estirar una mano inarticulada para alcanzar la ginebra. Lo había visto enroscado con las convulsiones de la heroína, y quedar esparcido en el suelo como una mortaja. Nunca me había conmovido. Pero esta vez era tan tierno: sentadito en un banco, con las piernas cruzaditas, frotándose las manos, peinadito a la gomina.
Me fui sin decirle nada —no habría podido hacerlo—: sin abrir la boca, él lo había dicho todo.
Volví a casa, Julia no había llegado aún. Mejor: necesitaba estar sólo.
Trabé la puerta del baño.
Y lloré.
Lloré hasta que los ojos se me pusieron tan rojos que no pude ver más que mis manos borrosas, anudadas como esforzándose para aplastarse. Grité hasta la desesperación. Y no entendía por qué lloraba: la locura de Fabio me hacía sentir tan poderoso, tan dueño de mí mismo.
Decidí guardármelo todo, no contarle nada a Julia. Que se fuera olvidando de a poco. Yo también quería olvidar. No olvidarlo a él, a Fabio, porque ya era imposible: el pobre había sufrido una metamorfosis mental sin vuelta atrás.

Un día antes de nuestro vernissage en la “Xul”, llamó Fabio. Lo sentí como siempre: de buen humor, amigable, la voz simpática… Como siempre. Increíble que fuera el mismo de una semana atrás.
—¿Qué hacés, papá? Me tienen tirado Julia y vos. Hace mil que no vienen.
Y nos invitó a la casa, porque hace mucho que no nos vemos, Ciro mi viejo.
No había vuelto a ser el Fabio de siempre. Había olvidado —o prefería haber olvidado, quién sabe— nuestras reiteradas visitas.
Preparamos todo rápido y salimos para la casa. Fue raro encontrar abierto el portón del edificio. Entramos sin llamar y subimos hasta el departamento. En la puerta encontramos una nota:



A medida que avanzábamos escaleras arriba, el aire de tensión era más notorio. Apestaba a adrenalina. No quise mirar a Julia, sabía que se moría de los nervios.
Nos asomamos por la puerta, apenas, pero no lo veíamos. Tuvimos que salir a la terraza, recorrerla.
Y ahí estaba cara al crepúsculo, al filo de la cornisa, muy distinto cuando giró hacia nosotros las facciones endurecidas, tan desfigurado.
—Pónganse cómodos —dijo, delicado, abrochándose con solemnidad los jirones de la camisa mugrienta—. Va a ser cortito pero promete…
Julia y yo nos miramos, cómplices de la locura. Hasta ese momento, aquello me resultaba más ridículo que trágico.
—¿Qué es todo esto, Fabio? —dijo Julia, y noté que la voz le temblaba—. Tenés el cuello como arañado…
—Sí, Fabio —dije, como si le hablara a un chico—. Y bajate de ahí. Te podés caer.
—Nos estás asustando —apuntó Julia—. Un paso en falso, y tenés diez pisos en caída libre. ¿No te da miedo?
—¿Miedo, Julia? ¿Por qué miedo? ¿Me ven con miedo a mí? —movía los ojos a uno y a otro lado—. Esto también es arte, pero fuera del circuito burgués. Lo reservé para ustedes dos.
—Pará, Fabio, ¿qué tomaste?
—Van a ser testigos de la máxima expresión del arte —siguió diciendo sin llevarme el apunte, los ojos en blanco—. Van a ver dónde vive el arte auténtico. Esta vez lo que brilla no es de ustedes, es todo mío. ¡MÍO! Hoy, amigos, me desnudo… pero no de ropa, de cuerpo —torpe, se desnudó: los brazos huesudos, repletos de venas desgarradas. El cuerpo rasguñado de pies a cabeza—. Les regalo mi arte. Porque una sola vez se hace. Lo demás, es plagio de nosotros mismos. Arte: la expresión del espíritu. Y les aseguro que hoy, en segundos nomás, van a ver la viva imagen de mi espíritu.
Borracho o drogado, a esta altura cualquier cosa daba lo mismo. Arte, espíritu, volar, repetía pavadas similares todo el tiempo. Todo sin sentido.
Intimidado, miré alrededor las ventanas como palcos, cada vez más desbordantes de espectadores alborotados. Podía ver el escarnio en el burdo sadismo de sus cuchicheos.
Intenté acercarme para sacarlo del precipicio. Hubo un punto de inflexión entonces: estalló enfurecido.
—¡Quedate ahí, mierda! —la cara, amordazada por la penumbra, solo dejó ver una mueca de la boca, las comisuras de los labios brillantes por la saliva—. ¿Ustedes no son artistas? ¡Ahora se van a bancar el arte! ¡Pero el arte mío! ¿Sabés qué, pelotudo? Vos y ella son de esos cajetillas de mierda que compran las manos del artista. Pero la sangre del connoisseur, mis queridos amigos, seguirá siempre igual, siempre mediocre.
En algún punto del delirio tenía razón: ¿qué no había entregado Fabio para que alguna vez le reconocieran algo? Me vino a la mente un poema suyo: persiguiendo originalidad, lo había escrito con sangre. ¿La semana de internación habría sido parte de la obra?
Las palabras de Fabio ocupaban todo el espacio, duraban horas.
Abstraído —hipnotizado, mejor dicho—, oí gritar a Julia. Levanté la vista hacia Fabio: los brazos abiertos, formaba una cruz que ni el mismísimo Caifás hubiera preparado. La mirada honda, dulce.
Balbuceó unas palabras para él mismo, como ensayándolas. Luego levantó la cabeza y arrancó otra vez:
—Amigos, el que ustedes conocieron alguna vez como “Fabio” ya no existe más. ¡Yo soy Tamerlán! Y en unos instantes me verán volar hacia lo más alto de los cielos y luchar contra los dioses.
Ya había sido suficiente para Julia, ya había sido suficiente para mí. No entendíamos absolutamente nada. Nos era imposible movernos del asombro: Fabio —o Tamerlán o quien fuese— nos mantenía atados con lazos invisibles. ¿Aún humeaban en su demencia cenizas de racionalidad? Yo quería creer que sí: un loco más completo hubiera mugido como un perro, ladrado como un toro. ¿Era Fabio Clementi el Tamerlán que aseguraba ser, o Tamerlán era Fabio Clementi?
Entonces… creí entender su arte. Al menos lo vislumbré.
—¡He dicho, señores! Ésta es mi obra final. Hasta la próxima. Mejor dicho, hasta luego.
Girando sobre una pierna, quedó de espaldas a Julia y a mí. Fue curioso ver un pájaro posarse en su hombro. Lo miró y asintió con la cabeza —creo que también sonrió: vi cómo una mejilla se alzaba—. Agachándose, tomó impulso y abrió los brazos.
Y saltó.
Y yo cerré los ojos.
Cuando volví a mirar, Julia señalaba el cielo. Conmovida, el asombro le brotaba en cada parpadeo de sus ojos ahora incrédulos. Ojos que me decían que Fabio no nos había mentido, que volaba a enfrentarse con los dioses.
—¡Da vueltas en el aire y juega! —dijo ella, volviéndose a mí maravillada, los puños apretados contra el pecho.
Lejos sonaban unas sirenas de ambulancia. Julia volvió a señalar el cielo, pero Fabio ya no estaba.


Cuando bajamos, había un tumulto de gente y médicos. No quisimos arrimarnos a ver qué pasaba. Eran demasiadas impresiones para un solo día.