domingo, 24 de octubre de 2010

Menos que 8 pero más que S

Si no me asustaba, las bolsas de papel no se hubiesen desfondado. Pero si el perro no me ladraba no me habría asustado, y las bolsas no se hubiesen desfondado. En realidad si no salía a comprar fruta, el perro no me podría haber ladrado, entonces yo no me asustaba y las bolsas no se desfondaban. No me tendría que haber dejado estar tanto tiempo encerrado. Porque dos días sin salir es mucho. No tendría que haber llamado, porque me deprimí y no quise salir, y así me dejé estar y no compré fruta. Por eso ahora me asusté cuando el perro me ladró y las bolsas se desfondaron.

Ya no me acuerdo que tenían las bolsas.

sábado, 30 de mayo de 2009

Caleidoscopio

En estos días han surgido muchas ideas para nuevos textos, pero por cuestiones de tiempo no pude plasmarlas en las hojas -la pantalla en este caso-.
Sería hacerme trampa a mi mismo si publicara cuentos que escribí y por algún motivo descarté.
Esto lo leí hace un tiempo, y sentí que me tenía que compartirlo. Está en la lista de mis cuentos favoritos. A lo mejor, la próxima vez que este carente , vuelva a subir otro de mis preferidos.
(NO es tan largo como parece)

Caleidoscopio, de Ray Bradbury.



El primer impacto rajó la nave como si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos, proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido.
-Barkley, Barkley, ¿dónde estás?
Voces aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría.
Woode, Woode!
-¡Capitán!
-Hollis, Hollis, aquí Stone.
-Stone, soy Hollis. ¿Dónde estás?
-¿Cómo voy a saberlo? Arriba, abajo… Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo!
Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados. Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez de hombres eran sólo voces.
Voces de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos tonos de terror y resignación.
-Nos alejamos unos de otros.
Era cierto. Hollis, rodando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de alguna forma, lo aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada podría reunirles de nuevo. Vestían sus trajes espaciales, herméticamente cerrados, sus pálidos rostros ocultos tras las placas faciales. No habían tenido tiempo de acoplarse las unidades energéticas. Con ellas, habrían sido pequeños botes salvavidas flotando en el espacio. Se habrían salvado, habrían salvado a otros, habrían encontrado a todos hasta unirse para formar una isla de hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades energéticas acopladas a sus hombros, eran meteoritos alocados encaminándose hacia destinos diversos e inevitables.
Pasaron diez minutos. El terror inicial se apagó, dando paso a una calma metálica. Sus voces extrañas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar inmenso y oscuro, cruzándose y volviéndose a cruzar hasta formar el tejido final.
-Stone a Hollis. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
-Depende de tu velocidad y la mía.
-Una hora, supongo.
-Algo así -dijo Hollis, pensativo y tranquilo.
-¿Qué sucedió? -preguntó Hollis al cabo de un minuto.
-El cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿sabes?
-¿Hacia dónde caes?
-Creo que me estrellaré en el Sol.
-Yo en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra a quince mil kilómetros por hora, arderé como una cerilla.
Hollis pensó en ello con una sorprendente serenidad. Le parecía estar separado de su cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la misma tranquilidad con la que había visto caer los primeros copos de nieve de un invierno muy lejano.
Los otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había llevado a esto, a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el capitán callaba, porque no había orden o plan que pudiera arreglarlo todo.
-¡Oh, esto es interminable! ¡Interminable, interminable! -exclamó una voz. ¡No quiero morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
-¿Quién habla?
-No lo sé.
-Creo que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?
-Esto es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
-Stimson, aquí Hollis. Stimson, ¿me oyes?
Una pausa. Seguían separándose unos de otros.
-¿Stimson?
-Sí -replicó por fin.
-Stimson, tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
-No quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
-Hay una posibilidad de que nos encuentren.
-Si, sí, seguro -dijo Stimson-. No creo en esto, no creo que esté sucediendo realmente.
-Es una pesadilla -dijo alguien.
Cállate! -ordenó Hollis.
-Ven y hazme callar -contestó la voz. Era Applegate. Se reía con toda tranquilidad, sin histeria-. Ven y hazme callar.
Por primera vez, Hollis sintió su impotencia. La cólera se adueñó de él porque en aquel momento deseaba, más que ninguna otra cosa, herir a Applegate. Había esperado muchos años para poder hacerlo…, y ahora era demasiado tarde. Applegate era únicamente una voz radiofónica.
¡Y seguían cayendo y cayendo!
Dos de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de descubrir el horror de su situación. Hollis vio a uno de ellos, en una pesadilla, flotando muy cerca de él, chillando y chillando.
-¡Basta!
El hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca se callaría. Seguiría chillando durante un millón de kilómetros, mientras se encontrara en el campo de acción de la radio. Fastidiaría a todos los demás e impediría que hablaran entre sí.
Hollis alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al hombre. Se agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la cabeza. El hombre chilló y se retorció como si estuviera ahogándose. Sus gritos llenaron el universo.
“Da lo mismo -pensó Hollis-. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarán igualmente. ¿Por qué no ahora?”
Hollis aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los gritos cesaron. Se apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo su propio curso, cayendo y cayendo.
Hollis y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el interminable remolino de un terror silencioso.
-Hollis, ¿sigues ahí?
Hollis no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.
-Aquí Applegate otra vez.
-¿Qué hay, Applegate?
-Hablemos. No podemos hacer otra cosa.
El capitán intervino.
-Ya es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
-Capitán, ¿por qué no se calla?
-¿Qué?
-Ya me ha oído, capitán. No pretenda imponerme su rango, porque nos separan quince mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como dijo Stimson, la caída es interminable.
Compórtese, Applegate!
-No quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo una maldita cosa que perder. Su nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase cuando llegue al Sol.
-¡Le ordeno que se calle!
-Adelante, vuelva a ordenarlo. -Applegate sonrió a quince mil kilómetros de distancia. El capitán no dijo nada más-. ¿Dónde estábamos, Hollis? Ah, sí, ya recuerdo. También te odio a ti. Pero tú ya lo sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.
Hollis, desesperado, cerró los puños.
-Quiero confesarte algo -prosiguió Applegate-. Algo que te hará feliz. Fui uno de los que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco años.
Un meteorito surcó el espacio. Hollis miró hacia abajo y vio que no tenía mano izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirtió la falta de aire en su traje. El oxígeno que conservaba en los pulmones le permitió, sin embargo, hacer un nudo a la altura de su codo izquierdo, apretando la juntura y cerrando el escape. La rapidez del suceso no le dio tiempo a sorprenderse. Ninguna cosa podía sorprenderle en aquel momento. Ya cerrado el boquete, el aire volvió a llenar el traje en un instante. Y la sangre, que había brotado con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Hollis apretó aún más el nudo, hasta convertirlo en un torniquete.
Todo esto había sucedido en medio de un terrible silencio por parte de Hollis. Los otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba sin cesar de su mujer de Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de Júpiter, de su dinero, sus buenos tiempos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad… Hablaba y hablaba, mientras todos caían. Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se precipitaba a la muerte.
¡Todo era tan raro! Espacio, miles de kilómetros de espacio, y voces vibrando en su centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo las ondas de radio se agitaban tratando de emocionar a otros hombres.
-¿Estás enfadado, Hollis?
-No.
Y no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa insensible, cayendo para siempre hacia ninguna parte.
-Durante toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo impedí. Siempre quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti antes de que me despidieran a mí también.
-No tiene importancia.
Y no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es como un intenso resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y pasiones se condensan e iluminan en el espacio, antes de que se pueda decir una sola palabra. Hubo un día feliz y otro desdichado, hubo un rostro perverso y otro bondadoso… El resplandor se apaga y se hace la oscuridad.
Hollis pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le atormentaba y por ella, únicamente por ella, deseaba seguir viviendo. ¿Sentirían lo mismo sus compañeros de agonía? ¿Tendrían aquella sensación de no haber vivido nunca? ¿Pensarían, como él, que la vida surge y muere antes de poder respirar una vez? ¿Les parecería a todos tan abrupta e imposible, o sólo a él, aquí, ahora, con escasas horas para meditar?
Uno de los otros hombros estaba hablando.
-Bueno, yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Júpiter. Todas tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me emborrachaba, y hasta una vez gané veinte mil dólares en el juego.
“Pero ahora estás aquí -pensó Hollis-. Yo no tuve nada de eso. Tenía celos de ti, Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las mujeres me asustaban y huía al espacio, siempre deseándolas, siempre celoso de ti por tenerlas, por tu dinero, por toda la felicidad que podías conseguir con aquella vida alocada. Pero ahora se acabó todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi final y el tuyo y todo parece no haber sucedido nunca.”
Hollis levantó el rostro y gritó por la radio:
-¡Todo ha terminado, Lespere!
Silencio.
-¡Como si nunca hubiese ocurrido, Lespere!
-¿Quién habla? -preguntó Lespere temblorosamente.
-Soy Hollis.
Se sintió miserable. Era la mezquindad, la absurda mezquindad de la muerte. Applegate le había herido y él, Hollis, quería herir a otro. Applegate y el espacio le habían herido.
-Ahora estás aquí, Lespere. Todo ha terminado, como si nunca hubiera sucedido, ¿no es cierto?
-No.
-Cuando llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor tu vida que la mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que cuenta. ¿Es mejor? ¿Lo es?
-¡Sí, es mejor!
-¿Por qué?
-Porque conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! -gritó Lespere, muy lejos, indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos.
Y estaba en lo cierto. Hollis lo comprendió mientras una sensación fría como el hielo fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias entre los recuerdos y los sueños. A él sólo le quedaban los sueños de las cosas que había deseado hacer, pero Lespere recordaba cosas hechas, consumadas. Este pensamiento empezó a desgarrar a Hollis con una precisión lenta, temblorosa.
-¿Y para qué te sirve eso? -gritó a Lespere-. ¿De qué te sirve ahora? Lo que llega a su fin ya no sirve para nada. No estás mejor que yo.
-Estoy tranquilo -contestó Lespere-. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me vuelvo perverso, como tú.
-¿Perverso?
Hollis meditó. Nunca, en toda su vida, había sido perverso. Nunca se había atrevido a serlo. Durante muchos años debió de haber estado guardando su perversidad para una ocasión como la actual. “Perverso”. La palabra martilleó en su mente. Se le saltaron las lágrimas y resbalaron por su cara.
-Cálmate, Hollis.
Alguien había escuchado su voz sofocada.
Era completamente ridículo. Tan sólo un momento antes, había estado aconsejando a otros, a Stimson… Había sentido coraje y creído que era auténtico. Pero, ahora lo comprendía, no se trataba más que de conmoción, y de la “serenidad”, que puede acompañarla. Y ahora trataba de condensar toda una vida de emociones reprimidas en un intervalo de minutos.
-Sé lo que sientes, Hollis -dijo Lespere, ya a treinta mil kilómetros de distancia, con una voz cada vez más apagada-. No me has ofendido.
“Pero, ¿no somos iguales? -se preguntó un aturdido Hollis-. ¿Lespere y yo? ¿Aquí, ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué tiene de bueno, entonces? Los dos moriremos, de una forma o de otra.”
Pero Hollis sabía que todo aquello era puro raciocinio. Era como intentar explicar la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía una chispa, un aura, un elemento misterioso, y el otro no.
Y lo mismo ocurría con Lespere y él. Lespere había vivido enteramente, y ello le convertía ahora en un hombre diferente. Y él, Hollis, había estado muerto durante muchos años. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos caminos y, con toda probabilidad, si existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y el suyo serían tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha muerto una vez, ¿por qué preocuparse de morir para siempre, tal como estaba muriendo él ahora?
Un momento después descubrió que su pie derecho había desaparecido. Estuvo a punto de reír. El aire por segunda vez había escapado de su traje. Se inclinó rápidamente y vio salir la sangre. El meteorito había cortado la carne y el traje hasta el tobillo. Oh, la muerte en el espacio era humorística: te despedaza poco a poco, cual tétrico e invisible carnicero. Hollis apretó la válvula de la rodilla. Sentía dolor y mareo. Luchó por no perder la conciencia, apretó más la válvula y contuvo la sangre, conservando el aire que le quedaba. Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer más.
-¿Hollis?
Hollis respondió cansinamente, harto de aguardar la muerte.
-Aquí Applegate de nuevo -dijo la voz.
-Sí.
-He estado pensando, y escuchándote. Esto no va bien. Nos convierte en perversos. Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos dentro. Hollis, ¿me escuchas?
-Sí
-Te mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por qué lo dije. Creo que deseaba hacerte daño. Parecías el más indicado. Siempre nos hemos peleado, Hollis. Creo que me estoy haciendo viejo de repente, arrepintiéndome. Cuando oí que tú eras un perverso me avergoncé. Es igual, quiero que sepas que yo también fui un idiota. No hay ni pizca de verdad en todo lo que dije. Y vete al infierno.
Hollis sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante cinco minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmoción había terminado, y los sucesivos ataques de cólera, terror y soledad iban disipándose. Era un hombre recién salido de una ducha fría matutina, listo para desayunar y enfrentarse a un nuevo día.
-Gracias, Applegate.
-No hay de qué. Y anímate, bobo.
-¿Dónde está Stimson? ¿Cómo se encuentra?
-¿Stimson?
Todos escuchaban atentamente:
-Debe de haber muerto.
-No lo creo. ¡Stimson!
Volvieron a escuchar.
Y oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta…
-Es él. Escuchad.
Stimson!
Nadie respondió.
Sólo podían oír una respiración lenta y bronca.
-No contestará.
-Ha perdido el conocimiento. Dios lo ayude.
-Es él, escuchen.
Una respiración apenas audible, el silencio.
-Está encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una perla. Considérenlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz que nosotros.
Stimson flotaba en la lejanía. Todas lo escucharon.
-¡Eh! -dijo Stone.
-¿Qué?
Hollis había contestado con toda su fuerza. Stone, más que ningún otro, era un buen amigo.
-Estoy entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
-¿Meteoritos?
-Creo que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la Tierra y tarda cien años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el medio. Es como un calidoscopio gigante. Hay colores, formas y tamaños de todos los tipos. ¡Dios mío, qué hermoso es todo esto!
Silencio.
-Me voy con ellos -prosiguió Stone-. Me llevan con ellos. Estoy condenado. -Y se rió de buena gana.
Hollis trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las grandes joyas del espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de esmeraldas y las tintas de terciopelo del espacio, y la voz de Dios confundiéndose entre los resplandores cristalinos. Era algo increíble y maravilloso pensar en Stone acompañando al enjambre de meteoritos. Iría más allá de Marte y volvería a la Tierra cada cinco años. Entraría y saldría de las órbitas de los planetas durante las siguientes miles y miles de años. Stone y el enjambre de Mirmidón, eternos e infinitos, girarían y se modelarían como los colores del calidoscopio de un niño cuando éste levanta el tubo hacia el sol y lo va girando.
-Adiós, Hollis. -La voz de Stone, ya muy debilitada-. Adiós.
-Buena suerte -gritó Hollis, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
-No te hagas el gracioso -dijo Stone.
Silencio. Las estrellas se unían más y más entre ellas.
Todas las voces iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia ruta; unas hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Hollis. Miró hacia abajo. Él, y sólo él, volvía solitario a la Tierra.
-Adiós.
-Tómatelo con calma.
-Adiós, Hollis -dijo Applegate.
Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con eficiencia y perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando ésta aún surcaba el espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho añicos. Igual que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espíritu de la nave, todo el tiempo que habían pasado juntos, lo que los unos significaban para los otros, todo eso moría. Applegate ya no era más que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca más sería motivo de desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos inútiles, faltos de misión que cumplir, se desperdigaban. Las voces desaparecieron y el espacio quedó en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.
Todos estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de palabras divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el Sol. Stone se alejaba entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en sí mismo. Applegate iba hacia Plutón. Smith, Turner, Underwood… Los restos del calidoscopio, las piezas de lo que otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.
“¿Y yo? -pensó Hollis-. ¿Qué puedo hacer?. ¿Puedo hacer algo para compensar una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta… Pero no hay nadie aquí. Estoy solo. ¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se está solo? Es imposible. Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera de la Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán por todos los continentes. Seré útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas y se mezclarán con la tierra.”
Caía rápidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa metálica. Sereno, ni triste ni feliz… Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido, era hacer algo válido, algo que sólo él sabría.
“Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro.”
-Me pregunto si alguien me verá -dijo en voz alta.


Desde un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.
-¡Mira, mamá! ¡Mira! -gritó-. ¡Una estrella fugaz!
La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.
-Pide un deseo -dijo la madre del niño-. Pide un deseo.

lunes, 11 de mayo de 2009

Aquiescencia

"El hombre que va a renunciar es porque ya renunció"
Julio Cortázar

Iba toda la caravana por la calle de los fresnos. La deben elegir porque tiene aspecto triste. Es linda, pero triste. Además todos van de negro, algunos hasta llorando. A mi me parece un abuso.
Estaban todos los del barrio. Hasta el polaco Zienkiewicz. El Brujo Prieto ya no era un brujo, más bien parecía un brujo aburguesado: se había cortado el pelo y tenía puesto un Armani. Se ve que le fue bien a ese. Los Ranieri iban todos por un lado distinto. Me contaron que el más chico —el que tiene cara de boludo—quiso cagar a los otros dos con la herencia del viejo y se armó un quilombo bárbaro. Mirta iba sola. Ya habíamos dicho con los muchachos: solterona hasta la muerte.

Yo caminaba por un costado y miraba el tumulto a ver si reconocía a alguno más. Cuando vi al cabezón Martínez me le abalancé. Qué susto se pegó ese cristiano.
—¡La que te re parió, Ángel! ¿Cómo te me vas a colgar así?
—No te enojés, cabezón. Fue inevitable: hace más de 20 años que no te veo ni la sombra. ¿Te acordás de la vez del arroyo? ¡Qué palizón me dio mi viejo ese día!
—Palizón me diste vos cuando saliste del arroyo. Para peor yo te decía que no me pegues en la cara porque tenias olor a podrido en las manos.
—Que bien que la pasábamos: pocas preocupaciones…— no terminé de hablar que ya se había ido con la mujer. No cambiaba más el pollerudo ese.
Seguí caminando, un poco perdido, por el medio de la calle. Cuando vi que Ranieri grande pasaba al lado mío le pregunté qué pasaba.
—Gringo, ¿me decís que pasa? ¿Por qué vamos para el fondo?
—¿¡Qué va a pasar!?— me dijo haciendo un gesto de obviedad levantando las cejas.
El Sapo caminaba con una gordita de la mano. “Gordita”: una vaca era poco. Más que eso no iba a conseguir: feo, burro y ladrón. A mí, desde que se la juré con un ladrillo en la mano no me quiso pasar más.
Y que triste la calle de los fresnos, che.
Se ve que había llovido porque estaba toda marcada.

Costó abrir la tranquera del cementerio. Las puertas estaban hinchadas por el agua, y el barro las trababa.
La gente se fue para adelante. Yo me quedé atrás. No me gustan los entierros.
Nadie decía una palabra. Al rato, todos se hicieron a un lado y formaron como un camino. Me miraban como esperando que hiciera algo.
Duro, mirando a los costados sin mover la cabeza, me tire a caminar, lentamente, hasta el final del largo pasillo.
Un ataúd abierto.
Me di vuelta titubeando. El cabezón Martínez se prendió un pucho, y desde donde estaba me habló.
—Bueno, Ángel. Bah, bueno no. Malo. Hasta acá te podemos acompañar nosotros. Ahora te toca hacer lo otro a vos.
Me insinuó el cajón con la cabeza. Más hablaba, más se me helaba el cuello. Las manos y la frente empapadas.
—A lo sumo, yo te puedo ayudar con la tapa.
Como un nene obedecí cada cosa que me marcó. Me metí en el cajón, y antes de acostarme, volví a mirar al cabezón. Se acercó y me dijo que me acueste. Yo te tapo, Ángel.
—Acostate tranquilo, Ángel. Yo te tapo.
—¿Y qué hago? ¿Ustedes me vienen a buscar mas tarde?
—No. Nosotros nos vamos. No te vemos más. Por eso vinimos todos.
—Ah. ¿Y no me dejan flores? Porque yo en un rato supongo que me muero, ¿cierto?
—Si. Ahora te ponemos unas flores. Chau.

“Se vive acompañado y se muere solo”. Los refranes alguna verdad dicen. Me hubiese gustado al menos leer algo más de García Márquez. Aunque sea un prólogo. Escribía bien ese. Pero no hay tiempo. Ahora tengo que cerrar los ojos y
morirme. Tendría que hacer una confesión para poder irme tranquilo. Bueno, esto es como una confesión. Ahora si, ya me puedo morir. Me quedo así, bien quietito. Cierro los ojos. Suelto el suspiro. Aflojo los puños. Dejo de apretar las muelas.

lunes, 27 de abril de 2009

Obra final

“My soul is painted like the wings of butterflies.
Fairytales of yesterday will grow but never die”
Farrokh Bulsara.


Tan desesperada llegó Julia a casa que no pudo ni abrir la puerta. Tocó timbre, se me abalanzó, lloró. Nos quedamos inmóviles en el umbral. Fría, petrificada, la llevé a la cocina, la ayudé a sentarse.
—Estuve en lo de Fabio —me dijo secándose las lágrimas—. Está loco.
—¿Cuándo fue cuerdo?
—Está loco y delirante, Ciro.
—¿Cuándo fue cuerdo? —insistí.
—No sé qué carajo me dijo de volar. Que sabe cómo hacer para volar o una cosa así. Tengo miedo de que se mate.
¿Suicida? ¿Fabio suicida? Yo lo conocía en todas sus facetas, pero como suicida no. Encima el asunto nos agarraba a Julia y a mí en medio de la preparación de una muestra.
—¿Por qué decís? —dije.
—No sé. Me habló del alma, del espíritu, de metafísica, de trascender. Que cuando aprendiera, los primeros en verlo íbamos a ser nosotros… Vos y yo. ¡Deliraba! —Julia movía las manos con fuerza, como queriéndose librar del peso.
—Mañana voy a verlo, Julia.
Al rato, más tranquila, se metió en la cama conmigo.

Al día siguiente me levanté temprano, preocupado. No sabía si por Julia, por Fabio o por mí.
Decidí ir a verlo antes de que intentara alguna locura. A pesar de no visitarlo muy seguido, las pocas veces que lo hacía me cambiaba el humor. Pero siempre me faltaban ganas.
Cuando llegué al departamento toqué el timbre dos veces, como siempre. No atendió, como nunca. Dos, tres timbrazos.
—¿Quién es?
—¿Tenés muchos amigos que te toquen dos veces?
Arrastró cada letra de un “Ahí bajo” a la peor manera de un zombi, como si mi presencia fuera un suplicio.
Abrir la puerta, zamarrearme, apurarme para que subiéramos rápido… Todo eso debería haber hecho. Pero no, me hizo esperar como quince minutos: cuando volví a tocarle timbre, casi en simultáneo abrió. Abrió con odio.
Me quedé un momento mirándolo.
En cuanto a él, me examinaba como a un extraño animal. La subida hasta el departamento fue muda, ni una sola palabra.
Me acomodé en un sillón mientras él viraba por la casa.
—¿En qué andás, Fabio? ¿Algo grande, loquito?
Me miró y lanzó una mueca de indiferencia alzándose de hombros.
Su actitud empezaba a impacientarme.
Dio vueltas hasta que se sentó en un banquito frente a mí. Parecía perdido, me ignoraba. Movía la cabeza para todos lados, como evitando oír algo que lo molestase. Entonces estalló en gritos y se arrodilló y alzó las manos al cielo, reclamando algo.
Lo único que me salió fue quedarme inmóvil. Él, con un Tramontina oxidado que sacó del bolsillo, se dio a destrozar en mil pedazos un óleo aún fresco, el filo serrado mordía los colgantes restos de tela. Después se sentó, de inmediato se levantó, se sacudió el pantalón, volvió a sentarse como si no hubiera pasado nada.
Lo había visto cientos de veces arrastrarse por el piso y estirar una mano inarticulada para alcanzar la ginebra. Lo había visto enroscado con las convulsiones de la heroína, y quedar esparcido en el suelo como una mortaja. Nunca me había conmovido. Pero esta vez era tan tierno: sentadito en un banco, con las piernas cruzaditas, frotándose las manos, peinadito a la gomina.
Me fui sin decirle nada —no habría podido hacerlo—: sin abrir la boca, él lo había dicho todo.
Volví a casa, Julia no había llegado aún. Mejor: necesitaba estar sólo.
Trabé la puerta del baño.
Y lloré.
Lloré hasta que los ojos se me pusieron tan rojos que no pude ver más que mis manos borrosas, anudadas como esforzándose para aplastarse. Grité hasta la desesperación. Y no entendía por qué lloraba: la locura de Fabio me hacía sentir tan poderoso, tan dueño de mí mismo.
Decidí guardármelo todo, no contarle nada a Julia. Que se fuera olvidando de a poco. Yo también quería olvidar. No olvidarlo a él, a Fabio, porque ya era imposible: el pobre había sufrido una metamorfosis mental sin vuelta atrás.

Un día antes de nuestro vernissage en la “Xul”, llamó Fabio. Lo sentí como siempre: de buen humor, amigable, la voz simpática… Como siempre. Increíble que fuera el mismo de una semana atrás.
—¿Qué hacés, papá? Me tienen tirado Julia y vos. Hace mil que no vienen.
Y nos invitó a la casa, porque hace mucho que no nos vemos, Ciro mi viejo.
No había vuelto a ser el Fabio de siempre. Había olvidado —o prefería haber olvidado, quién sabe— nuestras reiteradas visitas.
Preparamos todo rápido y salimos para la casa. Fue raro encontrar abierto el portón del edificio. Entramos sin llamar y subimos hasta el departamento. En la puerta encontramos una nota:



A medida que avanzábamos escaleras arriba, el aire de tensión era más notorio. Apestaba a adrenalina. No quise mirar a Julia, sabía que se moría de los nervios.
Nos asomamos por la puerta, apenas, pero no lo veíamos. Tuvimos que salir a la terraza, recorrerla.
Y ahí estaba cara al crepúsculo, al filo de la cornisa, muy distinto cuando giró hacia nosotros las facciones endurecidas, tan desfigurado.
—Pónganse cómodos —dijo, delicado, abrochándose con solemnidad los jirones de la camisa mugrienta—. Va a ser cortito pero promete…
Julia y yo nos miramos, cómplices de la locura. Hasta ese momento, aquello me resultaba más ridículo que trágico.
—¿Qué es todo esto, Fabio? —dijo Julia, y noté que la voz le temblaba—. Tenés el cuello como arañado…
—Sí, Fabio —dije, como si le hablara a un chico—. Y bajate de ahí. Te podés caer.
—Nos estás asustando —apuntó Julia—. Un paso en falso, y tenés diez pisos en caída libre. ¿No te da miedo?
—¿Miedo, Julia? ¿Por qué miedo? ¿Me ven con miedo a mí? —movía los ojos a uno y a otro lado—. Esto también es arte, pero fuera del circuito burgués. Lo reservé para ustedes dos.
—Pará, Fabio, ¿qué tomaste?
—Van a ser testigos de la máxima expresión del arte —siguió diciendo sin llevarme el apunte, los ojos en blanco—. Van a ver dónde vive el arte auténtico. Esta vez lo que brilla no es de ustedes, es todo mío. ¡MÍO! Hoy, amigos, me desnudo… pero no de ropa, de cuerpo —torpe, se desnudó: los brazos huesudos, repletos de venas desgarradas. El cuerpo rasguñado de pies a cabeza—. Les regalo mi arte. Porque una sola vez se hace. Lo demás, es plagio de nosotros mismos. Arte: la expresión del espíritu. Y les aseguro que hoy, en segundos nomás, van a ver la viva imagen de mi espíritu.
Borracho o drogado, a esta altura cualquier cosa daba lo mismo. Arte, espíritu, volar, repetía pavadas similares todo el tiempo. Todo sin sentido.
Intimidado, miré alrededor las ventanas como palcos, cada vez más desbordantes de espectadores alborotados. Podía ver el escarnio en el burdo sadismo de sus cuchicheos.
Intenté acercarme para sacarlo del precipicio. Hubo un punto de inflexión entonces: estalló enfurecido.
—¡Quedate ahí, mierda! —la cara, amordazada por la penumbra, solo dejó ver una mueca de la boca, las comisuras de los labios brillantes por la saliva—. ¿Ustedes no son artistas? ¡Ahora se van a bancar el arte! ¡Pero el arte mío! ¿Sabés qué, pelotudo? Vos y ella son de esos cajetillas de mierda que compran las manos del artista. Pero la sangre del connoisseur, mis queridos amigos, seguirá siempre igual, siempre mediocre.
En algún punto del delirio tenía razón: ¿qué no había entregado Fabio para que alguna vez le reconocieran algo? Me vino a la mente un poema suyo: persiguiendo originalidad, lo había escrito con sangre. ¿La semana de internación habría sido parte de la obra?
Las palabras de Fabio ocupaban todo el espacio, duraban horas.
Abstraído —hipnotizado, mejor dicho—, oí gritar a Julia. Levanté la vista hacia Fabio: los brazos abiertos, formaba una cruz que ni el mismísimo Caifás hubiera preparado. La mirada honda, dulce.
Balbuceó unas palabras para él mismo, como ensayándolas. Luego levantó la cabeza y arrancó otra vez:
—Amigos, el que ustedes conocieron alguna vez como “Fabio” ya no existe más. ¡Yo soy Tamerlán! Y en unos instantes me verán volar hacia lo más alto de los cielos y luchar contra los dioses.
Ya había sido suficiente para Julia, ya había sido suficiente para mí. No entendíamos absolutamente nada. Nos era imposible movernos del asombro: Fabio —o Tamerlán o quien fuese— nos mantenía atados con lazos invisibles. ¿Aún humeaban en su demencia cenizas de racionalidad? Yo quería creer que sí: un loco más completo hubiera mugido como un perro, ladrado como un toro. ¿Era Fabio Clementi el Tamerlán que aseguraba ser, o Tamerlán era Fabio Clementi?
Entonces… creí entender su arte. Al menos lo vislumbré.
—¡He dicho, señores! Ésta es mi obra final. Hasta la próxima. Mejor dicho, hasta luego.
Girando sobre una pierna, quedó de espaldas a Julia y a mí. Fue curioso ver un pájaro posarse en su hombro. Lo miró y asintió con la cabeza —creo que también sonrió: vi cómo una mejilla se alzaba—. Agachándose, tomó impulso y abrió los brazos.
Y saltó.
Y yo cerré los ojos.
Cuando volví a mirar, Julia señalaba el cielo. Conmovida, el asombro le brotaba en cada parpadeo de sus ojos ahora incrédulos. Ojos que me decían que Fabio no nos había mentido, que volaba a enfrentarse con los dioses.
—¡Da vueltas en el aire y juega! —dijo ella, volviéndose a mí maravillada, los puños apretados contra el pecho.
Lejos sonaban unas sirenas de ambulancia. Julia volvió a señalar el cielo, pero Fabio ya no estaba.


Cuando bajamos, había un tumulto de gente y médicos. No quisimos arrimarnos a ver qué pasaba. Eran demasiadas impresiones para un solo día.