lunes, 11 de mayo de 2009

Aquiescencia

"El hombre que va a renunciar es porque ya renunció"
Julio Cortázar

Iba toda la caravana por la calle de los fresnos. La deben elegir porque tiene aspecto triste. Es linda, pero triste. Además todos van de negro, algunos hasta llorando. A mi me parece un abuso.
Estaban todos los del barrio. Hasta el polaco Zienkiewicz. El Brujo Prieto ya no era un brujo, más bien parecía un brujo aburguesado: se había cortado el pelo y tenía puesto un Armani. Se ve que le fue bien a ese. Los Ranieri iban todos por un lado distinto. Me contaron que el más chico —el que tiene cara de boludo—quiso cagar a los otros dos con la herencia del viejo y se armó un quilombo bárbaro. Mirta iba sola. Ya habíamos dicho con los muchachos: solterona hasta la muerte.

Yo caminaba por un costado y miraba el tumulto a ver si reconocía a alguno más. Cuando vi al cabezón Martínez me le abalancé. Qué susto se pegó ese cristiano.
—¡La que te re parió, Ángel! ¿Cómo te me vas a colgar así?
—No te enojés, cabezón. Fue inevitable: hace más de 20 años que no te veo ni la sombra. ¿Te acordás de la vez del arroyo? ¡Qué palizón me dio mi viejo ese día!
—Palizón me diste vos cuando saliste del arroyo. Para peor yo te decía que no me pegues en la cara porque tenias olor a podrido en las manos.
—Que bien que la pasábamos: pocas preocupaciones…— no terminé de hablar que ya se había ido con la mujer. No cambiaba más el pollerudo ese.
Seguí caminando, un poco perdido, por el medio de la calle. Cuando vi que Ranieri grande pasaba al lado mío le pregunté qué pasaba.
—Gringo, ¿me decís que pasa? ¿Por qué vamos para el fondo?
—¿¡Qué va a pasar!?— me dijo haciendo un gesto de obviedad levantando las cejas.
El Sapo caminaba con una gordita de la mano. “Gordita”: una vaca era poco. Más que eso no iba a conseguir: feo, burro y ladrón. A mí, desde que se la juré con un ladrillo en la mano no me quiso pasar más.
Y que triste la calle de los fresnos, che.
Se ve que había llovido porque estaba toda marcada.

Costó abrir la tranquera del cementerio. Las puertas estaban hinchadas por el agua, y el barro las trababa.
La gente se fue para adelante. Yo me quedé atrás. No me gustan los entierros.
Nadie decía una palabra. Al rato, todos se hicieron a un lado y formaron como un camino. Me miraban como esperando que hiciera algo.
Duro, mirando a los costados sin mover la cabeza, me tire a caminar, lentamente, hasta el final del largo pasillo.
Un ataúd abierto.
Me di vuelta titubeando. El cabezón Martínez se prendió un pucho, y desde donde estaba me habló.
—Bueno, Ángel. Bah, bueno no. Malo. Hasta acá te podemos acompañar nosotros. Ahora te toca hacer lo otro a vos.
Me insinuó el cajón con la cabeza. Más hablaba, más se me helaba el cuello. Las manos y la frente empapadas.
—A lo sumo, yo te puedo ayudar con la tapa.
Como un nene obedecí cada cosa que me marcó. Me metí en el cajón, y antes de acostarme, volví a mirar al cabezón. Se acercó y me dijo que me acueste. Yo te tapo, Ángel.
—Acostate tranquilo, Ángel. Yo te tapo.
—¿Y qué hago? ¿Ustedes me vienen a buscar mas tarde?
—No. Nosotros nos vamos. No te vemos más. Por eso vinimos todos.
—Ah. ¿Y no me dejan flores? Porque yo en un rato supongo que me muero, ¿cierto?
—Si. Ahora te ponemos unas flores. Chau.

“Se vive acompañado y se muere solo”. Los refranes alguna verdad dicen. Me hubiese gustado al menos leer algo más de García Márquez. Aunque sea un prólogo. Escribía bien ese. Pero no hay tiempo. Ahora tengo que cerrar los ojos y
morirme. Tendría que hacer una confesión para poder irme tranquilo. Bueno, esto es como una confesión. Ahora si, ya me puedo morir. Me quedo así, bien quietito. Cierro los ojos. Suelto el suspiro. Aflojo los puños. Dejo de apretar las muelas.

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